El click. O el crack. Ese momento en el que los límites de lo permitido se desbocan y la barbarie se abre paso. En la Gran Guerra ese click sonó con el asesinato en Sarajevo del archiduque de Austria, Francisco Fernando. En la II Guerra Mundial cuando las tropas del Reich cruzaron la frontera con Polonia. Y en Sevilla, el mismo 18 de julio del 36 tras el arresto del general republicano José Fernández de Villa-Abrille y el nombramiento de Queipo de Llano. 

Es angustioso imaginar cuál será el Francisco Fernando de nuestra época. Pensamos que las lecciones de la barbarie del siglo XX son suficientes para no tropezar en esa gigantesca piedra. En la Sevilla de aquellas décadas el ambiente estaba caldeado, tensísimo, pero había un orden democrático. Como ahora. Luego vino Queipo y la destrucción de lo humano y lo digno. 

La semana pasada el Ayuntamiento de Sevilla anunció la rehabilitación del Palacio del Pumarejo, una joya arquitectónica a la que los años le han regalado una pátina de valor gracias a los vecinos. En las puertas del palacio, en una noche de 1936 fue asesinada Isabel Atienza, madre del comunista Saturnino Barneto. Dos balas cobardes en la nuca, por la espalda. Su cuerpo desnudo permaneció desintegrándose tres largos días. Nadie se atrevió a retirarlo por miedo a represalias. 

A pocos metros de la plaza Queipo construyó una Basílica para la Macarena, dando la espalda a la parroquia histórica del barrio, sobre los restos de Casa Cornelio, punto de encuentro anarquista. Con San Gil emparedada y la imagen trasladada, el relato quedaba reescrito al gusto de los nacionales. Un poco más al norte, en el cementerio de San Fernando, una de las fosas comunes más grandes de Europa silenció a más de 1100 sevillanos, que sin derecho a réplica, pasaron a engrosar una de las capas ignominiosas de la historia local. Al borrado sistemático de los restos de los vencidos en la Roma Antigua se le llamó “damnatio memoriae”, reescribiendo inscripciones en piedra y cortando cabezas de patricios; en la URSS, Stalin ya ensayó con Photoshop eliminando opositores de los momentos estelares de la revolución. 

Por eso la buena noticia de la rehabilitación de un Bien de Interés Cultural no debería ser excusa para el borrado de las heridas de sus muros. Ni las muertes del 36, ni los estragos de la droga en los 80 y 90, ni la tutela desinteresada de la Asociación Casa del Pumarejo –por la que ya merece un espacio propio perpetuo– deberían desaparecer de la memoria del palacio. La amnesia democrática española, una extrañeza en los países de nuestro entorno, debe ser curada, asumida como una enfermedad tratable en la que todos –instituciones, administraciones y sociedad civil– debemos participar como agentes redentores. Hacer un “click” a la inversa y devolver al redil de la dignidad nuestra historia compartida.

Además del anuncio de la Gerencia de Urbanismo, hay más buenas noticias entre pausas presidenciales y ambientes enrarecidos: la semana pasada se escuchó en la Catedral el pregón de las Glorias. Y la voz que resonó era de mujer. 

Este detalle sigue siendo noticia gracias a las deshonrosas fotos de grupo del Consejo General de Hermandades y Cofradías –parecidas a las del Betis y el Sevilla a principio de temporada pero con trajes en vez de calzonas, gracias a Dios– en las que las mujeres son anécdota. Van apareciendo muy lentamente, como gotas caídas sobre un desierto de siglos y a regañadientes, para cubrir los mínimos de una cuota impuesta. Milagros Ciudad fue la encargada de pregonar la llegada del período letífico, el pistoletazo de salida de unas hermandades que les sacan varias décadas de progreso a las penitenciales. Este honor ya lo tuvo hace unos años la querida y brillante pregonera Rosa García Perea, y antes Maruja Vilches como primera Hermana Mayor en Los Javieres. 

Mientras nos cansamos de esperar la inclusión definitiva y convencida de las mujeres en los puestos de salida cofrades, soportamos homilías que piden el voto para ciertos partidos políticos, obispos que achican los casos de abuso y párrocos que recomiendan terapias de conversión. “El episcopado español va a lo suyo”, debe escucharse por Roma.

En el anhelo de una Iglesia moderna, una política calmada y una sociedad con memoria, está el riesgo de caer en la misma rutina de los protagonistas de la célebre “Esperando a Godot”. Pasan los días y el tal Godot nunca llega, "pero mañana seguro que sí". Entre esperar a Godot o a Francisco Fernando –una combinación muy sevillana de nombres, por cierto–, siempre nos quedaremos con Samuel Beckett. 

Aunque nos lo pongan difícil –hemos sabido que el Ayuntamiento perdió 180.000€ en ayudas del Ministerio de Cultura por defecto de forma–, seguiremos esperando a Godot como la reencarnación de una ciudad con rumbo, timón y capitán. Busquemos a Beckett en Milagros Ciudad, en las asociaciones memorialistas o en el trabajo de esos sacerdotes de barrio –desde San Pio X a Villa Teresita– que cubren las insuficientes políticas sociales en los barrios más pobres. Lecciones de Esperanza a Sevilla, ninguna.

Llegará un día, por fin, en el que se escuche ese “click” que en vez de desencadenar el desastre, anuncie que las arrugas del Pumarejo no se maquillan, que vivimos en una ciudad con memoria (y futuro) y que las mujeres en el Consejo no son cuota sino mayoría. Mayoría absoluta.